El humor cubano, ¿tema olvidado o tema de resistencia?

 El humor cubano, ¿tema olvidado o tema de resistencia?

El humor cubano no es un adorno: es una herramienta de supervivencia. En un país donde la escasez, la vigilancia y la retórica oficial marcan el pulso cotidiano, el chiste se vuelve respiradero. Desde el “choteo” descrito por Mañach hasta el doble sentido de la calle, reír en Cuba no ha sido evadir la realidad, sino desnudarla sin pronunciar su nombre. Cuando nombrar directamente tiene costos, la risa indica, señala, guiña; y en ese guiño se resume una ética de resistencia: decir sin decir.

La tradición viene de lejos. La Tremenda Corte popularizó a Tres Patines con picardía criolla, y más tarde el humor gráfico y teatral —de Palante y Dedeté a elencos de cabaret y peñas— aprendió a bordear la censura con metáforas. El cubano desarrolló un alfabeto de insinuaciones: una ceja levantada para hablar de la libreta, un susurro sobre el “apagón”, una carcajada compartida cuando “no hay, pero resuelve”. Ese código tácito convierte al humor en lenguaje paralelo, un país debajo del país.

En la vida diaria, el chiste funciona como termómetro social. Si en la bodega llega un embarque ridículo de productos, el comentario ingenioso aparece antes que el cansancio; si la burocracia extravía papeles, la burla la deja en evidencia; si la propaganda promete el futuro perfecto, el remate devuelve a tierra: “sí, pero ¿cuándo?”. Ese vaivén inmuniza contra la monotonía del discurso único: donde hay risa crítica, hay distancia interior, y donde hay distancia, hay pensamiento propio.

El escenario —el teatro, la peña, el solar— también ha sido trinchera. El monólogo de pie, la parodia musical, la “descarga” entre amigos permiten articular lo innombrable. El humorista cubano aprendió a habitar el filo: usar la exageración para desnudar la consigna, el absurdo para pintar lo cotidiano, el eufemismo para decir lo prohibido. No siempre evita choques con el poder, pero aun cuando los hay, el público ya entendió el mensaje. La risa compartida crea comunidad: “estamos viendo lo mismo”.

En tiempos recientes, la circulación de chistes, memes y sketches por el “paquete semanal” y los datos móviles expandió ese tejido. El meme, comprimido y veloz, condensa la experiencia colectiva: una cola interminable se vuelve plantilla; una comparecencia televisiva, un loop hipnótico con subtítulos irónicos. Lo que no puede discutirse en la asamblea se ventila en el WhatsApp del barrio. Así, el humor arma redes: de afecto, de información, de desahogo.

Pero no idealicemos: la risa no llena ollas ni derriba muros por sí sola. Lo que hace es sostener la dignidad en medio del desgaste, quitarle solemnidad al miedo y recordarle al ciudadano que no está loco: que el absurdo que percibe es real y compartido. El humor cubano actúa como espejo estabilizador: permite mirarse sin quebrarse, llorar riendo para no rendirse.

Por eso, más que “tema olvidado”, el humor en Cuba es un tema de resistencia silenciosa. Es pedagogía cívica en clave de chiste, memoria oral en formato de remate, y antídoto contra la uniformidad. Cuando la carcajada estalla en la cola del pan o en un video casero, no es simple entretenimiento: es una afirmación íntima de libertad. Mientras exista esa risa que desarma la consigna y humaniza la espera, habrá un espacio —pequeño pero invencible— donde el cubano decide seguir siendo dueño de su propio sentido.

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